Imagen tomada de: http://www.siporcuba.it/cc-qua-sandra.htm
Entonces en el mundo cayó una chispa,
un pequeño destello que iluminó a la humanidad.
Aquel fuego, que comenzó como centelleo,
devoró todo lo que vio a su paso,
consumiendo cada una de las almas en la tierra,
abrazando con sus llamas cada cuerpo,
confortando con su calor cada corazón.
Y en aquella cortina de rojos resplandecientes
y amarillos fulgores,
una figura apreció,
con unos pies firmes en la tierra,
delicados, finos y fuertes a la vez,
capaces de recorrer el mundo entero,
capaces de saltar y correr más de mil kilómetros
por aquellos que ama.
Sostenidos por un par de piernas contorneadas,
pero a la vez tan pequeñas y delgadas,
de nuevo, tan delicadas,
pero que podrían mantener el mundo rodando,
tan sólo con su fuerza.
Unas caderas anchas, seguidas por un vientre,
un hogar, una morada para el ser humano.
Cinturas pequeñas, finas y sensibles
que armonizaban aquel cuerpo,
guiando al pecho,
a la guarida de aquel órgano
capaz de palpitar cien veces por minuto,
capaz de conservar la nítida imagen
de cada cara, de cada hijo,
de cada ser.
Capaz de amar y perdonar,
piadoso y riguroso a la vez,
sensible y bondadoso,
pero maduro y conocedor,
un erudito de la historia de la humanidad,
un estudioso del comportamiento humano.
Un corazón que conoce y predice cada acción,
del hijo, del ser humano.
Un cuello delgado y largo que soporta
la cabeza y aquel cerebro, de la mujer
inteligente, sabia, comprensiva e intuitiva
y toda esta maravilla,
adornada con una bella cara,
de facciones finas,
mejillas altas y rodando por aquellas,
una pequeña gota cristalina,
derramada por amor.
Con ojos grandes y brillosos.
Brillosos por contener esa chispa de conocimiento
esa chispa que devoró al universo,
esa chispa más grande que cualquier sentimiento en la tierra:
El amor de una madre.
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